Hace algunos días, a propósito del llamado caso Penta, un juez de garantía, en una audiencia pública, oral, adversarial, y luego de escuchar los argumentos de todos los intervinientes presentes, decidió, en el ejercicio de sus atribuciones, reabrir la investigación y citar a fiscales encargados de la investigación, de quienes, se sostiene, habrían ofrecido ventajas procesales a imputados a cambio de renunciar a su derecho a guardar silencio, decisión respecto de la cual el Ministerio Público anunció que presentaría un recurso de queja para, por la vía disciplinaria, revertir una decisión jurisdiccional.
No es del caso aquí levantar defensas corporativas o gremiales de la resolución adoptada por un colega. Los jueces no somos “hinchas” ni formamos parte de la “barra” de ningún “equipo”. Simplemente cumplimos con el rol esencial que nos es asignado: aplicar el derecho en el caso concreto, conforme el mérito de los antecedentes que allegan los intervinientes, con independencia a la hora de resolver las controversias suscitadas, que no es ni privilegio ni prerrogativa singular, gremial o colectiva de la judicatura.
La independencia personal del juez es una garantía fundamental pensada en favor de los ciudadanos, que tienen derecho a que sus conflictos jurídicos sean resueltos por un tercero imparcial que solo mira a la ley y a los hechos del caso y que no se encuentra sometido a ningún tipo de premio o amenaza que pueda interferir en su cometido. Derecho que -no está de más recordarlo- ampara por igual a justiciables pobres, ricos, vulnerables o poderosos.
Por lo mismo, no puede resultar indiferente o inocuo el anuncio del Ministerio Público en orden a tratar de revertir la resolución cuya dictación motiva estas líneas por medio de un mecanismo inquisitorial de control, cuya particular configuración en el Código Orgánico de Tribunales chileno no existe prácticamente en ninguna democracia con un sistema judicial moderno a tono con un Estado de Derecho en forma.
El recurso de queja chileno es un mecanismo de revisión mediante el cual una corte puede mantener o revertir la decisión impugnada, pudiendo, por otro lado, ejercer un control disciplinario sobre el juez que dictó la resolución impugnada, quien, incluso, puede ser objeto de una sanción que va más allá de la mera revocación de su decisión. Más allá de esta exótica configuración, el medio constituye una derivación del actual modelo organizacional del servicio judicial chileno, tributario de una estructura monárquica y pre-republicana en la cual la Corte Suprema y las Cortes de Apelaciones ejercen también las funciones de gobierno judicial, es decir, de “jefatura del servicio”, la cual se manifiesta a través de las más diversas áreas, como la calificación de los jueces “inferiores”, una fuerte injerencia en sus carreras y, desde luego, su control disciplinario a través del recurso de queja.
Recientemente, en comparecencia ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la Asociación de Magistrados denunció este recurso como uno de los mecanismos que impiden la existencia de una organización de la magistratura que garantice su independencia. El informe del Estado chileno -basado en un informe de la Corte Suprema- no hizo más que corroborar la necesidad de su eliminación.
Creemos imprescindible, una vez más, insistir en la necesidad de reestructurar nuestro anquilosado modelo organizacional de la judicatura chilena, lo cual supone, entre otras cosas, la impostergable derogación del actual diseño del recurso de queja, que podrá ser muy funcional a una monarquía donde impera el “argumento de autoridad”, pero claramente inútil y disfuncional en una república donde debe imperar la “autoridad del argumento”.
Álvaro Flores Eduardo Gallardo
Asociación Nacional de Magistrados