En medio de la anomia de un poder parlamentario en situación de judicialización, sin mucho espacio para ejercer sus competencias, y con una crisis emergente en el Ministerio Público, el enfrentamiento judicial entre jueces de la Asociación Nacional de Magistrados y la Corte Suprema puede tensionar a fondo el funcionamiento del poder jurisdiccional. Sobre todo, si la decisión de suscribir el Acta 184-2014 impugnada se devela como algo insuficientemente reflexionado, o producto de un estilo ensimismado de poder por parte del máximo tribunal del país.
Columna de Santiago Escobar, El Mostrador
En medio de las dificultades institucionales que atraviesa el país, derivadas de la mala gestión del Gobierno y del descontrol de su elite política, no parece una buena noticia que cuatro jueces de la República, todos dirigentes activos de la Asociación Nacional de Magistrados, demanden judicialmente de nulidad de derecho público a la Corte Suprema. No porque un incordio jurídico al interior del Poder Judicial no pueda terminar en juicio, como el de cualquier otra organización, sino porque el hecho que impulsa la demanda podría mostrar una inconsistencia en el desempeño de las funciones del máximo tribunal y un riesgo para la independencia de los jueces. Ello, en un momento en que la fe ciudadana hacia las instituciones vacila.
El día 29 de agosto, patrocinada por dos conocidos abogados litigantes, Hernán Bosselin y Ramón Briones, ingresó una demanda de nulidad de derecho público (Rol C-021866 del 26° Juzgado Civil de Santiago) en contra del Estado de Chile-Excma. Corte Suprema, en razón del Auto Acordado contenido en el Acta N°184-2014 del máximo tribunal, y que contiene un nuevo “Sistema de Nombramientos en el Poder Judicial”.
El Auto Acordado impugnado, que norma el sistema de nombramientos al interior del Poder Judicial –temas tanto procedimentales como de fondo– a juicio de los demandantes se contrapone a las normas contenidas en el Código Orgánico de Tribunales, en materias tan relevantes como: bases de la convocatoria, evaluación de medidores, vigencia, ponderación, examen de conocimientos, formación de listas de concursos, comisiones evaluadoras de postulantes, análisis de antecedentes en tribunales colegiados, inhabilidades para postular, formación de quinas y ternas.
A criterio de los actores, la Corte Suprema carece de atribuciones legales para hacer esto, ya que cada una de esas materias está reglada de manera expresa en la Constitución y el Código Orgánico de Tribunales, el que tiene, además, una clara y expresa reserva de ley y que, por lo tanto –sostienen–, vulnera sus derechos laborales y los de todos los jueces de Letras del sistema judicial nacional, poniendo en peligro la salud de todo este último.
Antes de su argumentación jurídica, los demandantes declaran “su interés legítimo de continuar desempeñando” sus cargos y llevar a buen término sus carreras profesionales en el Poder Judicial, en una clara referencia a estar conscientes de la seriedad del tema.
Luego argumentan: la Constitución Política (artículo 82, inciso 1) determina la superioridad jerárquica de la Corte Suprema: al disponer que ella tiene “… la superintendencia directiva, correccional y económica de todos los tribunales de la Nación”, a excepción del Tribunal Constitucional, el Calificador de Elecciones y los tribunales electorales regionales.
Ello se refrenda en los artículos 96, numeral 4° y 263 del Código Orgánico de Tribunales, que contiene disposiciones en el mismo sentido y fija formas y competencias de la Corte Suprema en esta materia.
La Constitución expresa que “ninguna magistratura, ninguna persona ni grupo de personas pueden atribuirse ni aun a pretexto de circunstancias extraordinarias otra autoridad o derechos que los que expresamente se les haya conferido en virtud de la Constitución o las leyes. Todo acto en contravención a este artículo es nulo…” (art. 7).
Luego, junto con asegurar la admisión a las funciones y empleos públicos “sin otro requisito que los que impongan la Constitución y las leyes” (art. 19, n°17), el artículo 77, inciso 1° de la Constitución prescribe que: “Una ley orgánica constitucional determinará la organización y atribuciones de los tribunales que fueren necesarios para la pronta y cumplida administración de justicia en todo el territorio de la república. La misma ley señalará las calidades que respectivamente deben tener los jueces y el número de años que deban haber ejercido la profesión de Abogado las personas que fueren nombrados Ministro de Corte o jueces letrados”. Y cuando el mismo cuerpo legal se refiere a las facultades del Presidente de la República para dictar resoluciones con fuerza de ley, artículo 64 de la Constitución, señala que tal autorización “no podrá comprender facultades que afecten a la organización, atribuciones y régimen de los funcionarios del Poder Judicial”.
De todo lo anterior –siguen argumentando los demandantes–, se desprende que nuestra legislación es clara en determinar que el régimen de los funcionarios del Poder Judicial, en toda circunstancia, solo puede ser regulado por una ley. Mal podría entonces la Corte Suprema proceder a un cambio del sistema mediante una norma jurídica de inferior rango, como es un Auto Acordado.
Pese a que las normas jurídicas aplicables al tema parecen simples y claras, el asunto puede perfectamente tomar vuelo político. Ello, no solo por el contexto ampliamente judicializado que se vive sino también porque subyace a lo actuado por la Corte Suprema una visión doctrinaria de que el tema es interpretable a la luz de la teoría de los “poderes implícitos” que tendría el máximo tribunal, y que ya ha sido aplicada en otras ocasiones frente a vacíos de ley u omisiones legislativas, para dar factibilidad a la aplicación de la ley y el funcionamiento de los tribunales.
Pero, en este caso, a criterio de los jueces demandantes, no se trata de una controversia de legalidad referida a la solución de un problema específico, sino a la interpretación general de la ley –contraria a la declaración expresa de reserva y mandato constitucional– que estaría haciendo la Corte Suprema. Atribuyéndose, para ello, competencias que no tiene y autonomizándose de toda la sincronía constitucional interórganos de nuestro Estado de derecho.
En medio de la anomia de un poder parlamentario en situación de judicialización, sin mucho espacio para ejercer sus competencias, y con una crisis emergente en el Ministerio Público, el enfrentamiento judicial entre jueces de la Asociación Nacional de Magistrados y la Corte Suprema puede tensionar a fondo el funcionamiento del poder jurisdiccional. Sobre todo, si la decisión de suscribir el Acta 184-2014 impugnada se devela como algo insuficientemente reflexionado, o producto de un estilo ensimismado de poder por parte del máximo tribunal del país.
Sin embargo, también es un punto a observar toda la tramitación de la demanda, pues, de alguna manera, implica a todos los jueces que en las distintas instancias deban intervenir en la causa. El que debiera adoptar un papel activo, en función de las competencias que le han sido acordadas por la Constitución, es el Parlamento, entre ellas la corrección de las leyes, pero hoy, tanto en este como en otros casos, aparece enervado por los múltiples problemas judiciales que aquejan a un grupo numeroso de sus miembros.