La decisión del magistrado norteamericano permite comprender por qué la independencia del juez no es una prerrogativa ni un privilegio personal o corporativo, sino una condición indispensable en favor de los que debe juzgar.
*Columna del Presidente Álvaro Flores publicada en El Mostrador.
No es fácil en el Chile de hoy llamar la atención sobre la importancia que tiene la existencia de jueces independientes.
El caso del juez estadounidense James Robart, quien acaba de garantizar el derecho de inmigrantes de siete nacionalidades de ingresar a EE.UU., suspendiendo el veto del presidente Trump, demuestra de manera muy clara el rol que cumple una judicatura independiente.
La decisión del magistrado norteamericano permite comprender por qué la independencia del juez no es una prerrogativa ni un privilegio personal o corporativo, sino una condición indispensable en favor de los que debe juzgar. Una garantía para la vigencia de los derechos de las personas, que cobra especial relevancia en el caso, por tratarse de un amparo judicial contra una resolución emanada ni más ni menos que de la máxima autoridad del país, que ha intentado abrogar un derecho vigente mediante un acto de autoridad.
Por estos días, la Corte Suprema chilena ha reconocido el derecho a sufragio de personas privadas de libertad que no han perdido sus derechos políticos y el deber de los órganos estatales de disponer las condiciones para garantizar su ejercicio, en el marco de la resistencia del Servel y Gendarmería, que por muchos años vienen anteponiendo consideraciones fundamentalmente utilitaristas para no materializarlo.
Antes que el Máximo Tribunal en Chile, mucho antes, el juez Daniel Urrutia declaró ese derecho y –en un acto no inhabitual– la resolución no solo fue revocada, sino que el magistrado fue sancionado por su Corte. Una consecuencia que solo es posible en nuestro país por las potestades disciplinarias amenazantes de que disponen las cortes chilenas y que constituyen un grave atentado a la independencia judicial.
En otro caso, antes del incendio del penal de San Miguel, el juez Urrutia ya había sido sancionado también, cuando en una “visita de cárcel”, ejerciendo una función legalmente prevista, intentó registrar en video las miserables e inhumanas condiciones en que habitan los presos. Años más tarde, la propia Corte Suprema denunciaría el incumplimiento del Estado de condiciones mínimas de privación de libertad, a la luz de los tratados internacionales y asumiría casi como “política” regular esa denuncia. Pero la sanción a Urrutia no fue revocada.
En el caso de la visita de cárcel, los órganos afectados –movilizados para impedir el control jurisdiccional, sabedores de los efectos intimidantes de la amenaza disciplinaria– acusaron al juez Urrutia, encontrando terreno fértil en las cortes inquisitoriales, compelidas por el peso de la noche. Cortes incomprensiblemente confundidas aún, entre el rol esencial que les cabe en la protección de los derechos de los individuos y el absurdo y anacrónico papel de intendentes de lo doméstico, juzgadores sin debido proceso.
El parangón nos permite apreciar, con nitidez, que el costo de cautelar derechos fundamentales para un juez de primer grado en Chile es un precio muy alto y se paga uno a uno. La cara visible de ese precio ha sido el Juez Urrutia.
En Estados Unidos, por hacer esencialmente lo mismo, el juez James Robart se erige como el rostro de una jurisdicción independiente, garantía del funcionamiento de la democracia, algo especialmente valioso en tiempos de creciente incertidumbre.
Ni en sus peores pesadillas podría acechar a Robart un “superior jerárquico” para sancionarlo por cumplir su función.