¿Por qué importantes democracias del mundo incorporan a nivel constitucional una norma de irreductibilidad de las remuneraciones de los jueces?
¿Por qué otras, reconociendo el mismo principio en la ley, generan comisiones que, sobre parámetros objetivos actualizan cada cierto tiempo esas remuneraciones teniendo, como “piso”, esa irreductibilidad?
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La respuesta es simple y debe leerse en clave de organización política democrática. Los jueces ejercemos una función Estatal independiente, que es condición esencial para el reconocimiento de los derechos de las personas. En el ejercicio de esta función nos corresponde decidir, finalmente, cómo se aplica la ley en el caso concreto y ejercer el control de los actos de las autoridades políticas.
La función jurisdiccional es entonces una función clave en el Estado democrático. Reposa en cada juez individualmente considerado, tal cual se lee sin duda alguna en el artículo 76 de la carta fundamental. Solo ella realiza -entre otros aspectos relevantes- una aspiración que es uno de los fundamentos esenciales del sistema democrático, cual es que los individuos puedan hacer valer sus derechos como “cartas de triunfo” ante otros individuos e incluso ante el Estado. Esto pude observarse a diario en las resoluciones en sede de protección (control de actos de administración, limitación de alzas en planes de salud), civil (determinación de definición de indemnizaciones que debe pagar el Estado), laboral (declaración de vínculos permanentes entre el Estado y los empleados a contrata y cautela de sus derechos fundamentales), penal (enjuiciamiento de autoridades por comisión de presuntos ilícitos), entre muchos otros casos.
No hablamos aquí de aquella vieja reivindicación corporativa del Poder Judicial de disponer de autonomía financiera, que lo concibe erróneamente como un poder-agencia. No cabe duda que las condiciones materiales y de apoyo de personal necesarias para el desarrollo del ejercicio adecuado de la función deben quedar igualmente asegurados por el Estado en normas permanentes, pero ello no significa ni remotamente asegurar que la organización de la magistratura deba concebirse como una unidad burocrática, con una cúpula gerencial que necesita recursos que administrar (los jueces no somos gerentes) ni potestades de superintendencia, pues ello también obsta –y está sobradamente demostrado- al desarrollo de la independencia de la función jurisdiccional.
Es preciso recordar que la implicancia democrática de la irreductibilidad de las remuneraciones de los jueces fue entendida con meridiana claridad por el Estado hacia la década del noventa, época en que se hicieron significativos esfuerzos para situarlas en un nivel concordante con la relevancia de la función pública que despliega y por primera vez en la historia, en un punto satisfactorio para asegurar su independencia.
Para superar esa postergación histórica, además de la consideración al necesario aseguramiento de la independencia de la función jurisdiccional que demandada la democracia, se tuvo en vistas también, la alta competencia profesional que la función exige (a la que el propio Estado contribuye en sus esfuerzos de formación y capacitación permanente) en armonía con un debido incentivo para atraer profesionales de buen nivel hacia el servicio público y retener la “fuga” hacia el sector privado, aspectos éstos últimos, en los cuales esta demanda converge con la de funcionarios estatales que ejercen desempeños profesionales muy especializados, normalmente adscritos a una carrera y de muy difícil reemplazo.
El congelamiento de salarios de jueces y funcionarios de alta calificación del Estado es una política regresiva que borra con el codo todo el esfuerzo estatal hecho un par de décadas atrás. Un camino, que en la ponderación de los bienes en juego no se justifica desandar, sobre todo cuando se invoca una contingencia económica asilada en una retórica de austeridad fiscal, en un país que –objetivamente y más allá de las subjetividades- crece.
Resulta entonces intolerable que en el insatisfactorio proceso de reajuste a los salarios de los trabajadores del Estado que acaba de concluir, el Ejecutivo y el Congreso hayan perdido de vista esta fundamental consideración e inadviertan las graves implicancias que la reducción de los salarios de los jueces tiene para nuestra democracia y la calidad de la administración de justicia.
Al fragor de la contingencia y compelidos por la urgencia de una solución, sólo unas tibias voces en el debate parlamentario alcanzaron a develar los problemas que se ciernen sobre la democracia si no se sigue el ejemplo de otras repúblicas que se han tomado en serio la independencia de la función jurisdiccional y aseguran en el más alto peldaño normativo la intangibilidad de la las remuneraciones de sus jueces.
Ese es el desafío normativo que tenemos por delante, para desterrar la idea que en lo que atañe a los jueces, esto ha sido un tema de pesos más pesos menos.