por Javier Vera Sembler
Frank y Catalina llevan 9 años juntos, pero parecen una eternidad. ¿Me quieres? -pregunta Catalina- y Frank con mortal franqueza, dice “no, no te quiero”. “Ni siquiera me gustas…pero, no voy a separarme de ti”. Ese diálogo ofrecerá un guiño quizá a lo único real que hay entre ellos: la certeza de saber que ya no pueden caer más en sus abismos individuales, vacíos donde ya no hay amor, deseo ni cariño; sólo hastío.
En un living inhóspito, donde el espacio abunda, la pareja ha arribado a una peculiar solución para su incapacidad de ordenar sus propias vidas: una ruma de ropa usada en el centro de la sala que sirve de improvisado mobiliario, ese que sorprenderá a sus visitas cuando aparezcan, entre las que no se cuenta al hermano de Frank, quien ha cancelado justo cuando éste regresaba de comprarse un nuevo par de zapatos.
Es tal la desaprobación que ronda, que Frank ni siquiera es capaz de reconocer sin vergüenza el color de su nuevo calzado, el mismo que pretende usar para la “inhumación” de su madre -ritual que se encarga majaderamente de precisar, no es un funeral- y cuyas cenizas se volverán testigo inerte de la descomposición de estos seres que en una aparente búsqueda de liberación están más cautivos que nunca, recluidos en una sexualidad torcida, plagada de fetiches.
Gina, la nerviosa y peligrosamente adolescente vecina del piso de abajo (una soberbia María Gracia Omegna), aparece despertando una vez más las degradadas e incontinentes pasiones del anfitrión, el mismo que le invita a quedarse. Pronto será seguida por Tomás, su circunspecto y “perno” esposo, con quien conforman una pareja que se presenta como todo lo que Frank y Catalina no son.
El humo de los cigarrillos de esta última inunda la sala, en un efecto especial que se suma a la banda sonora, cuidadosamente elegida por el director Marcos Guzmán, pistas que más que dar cuenta de la melomanía de Frank, ayudan a construir una atmósfera fragmentada que sirve de lienzo para que la pareja se apuñale durante toda la velada con sus palabras, a medida que el alcohol satura aún más el ambiente, en un ejercicio casi voyeurista que entre risas nerviosas, a más de alguno/a con seguridad incomoda.
Son estos cuatro personajes demonios y ángeles que habitan en un mundo de decepción permanente, incapaces de controlar el deterioro a su alrededor y donde todo parece haber perdido sentido, pero que el autor hábilmente se encarga de descomponer para encontrar lo que finalmente los motiva: el miedo. Miedo a no ser ya deseado; miedo a la soledad; miedo a no ser lo suficientemente interesante para captar la atención del otro.
Demonios no es un clímax permanente, sino una experiencia pulsante y ensordecedora que a ratos la histeria de sus personajes vuelve crudamente familiar. ¿Cuántos Frank y Tomás hemos conocido? Cuántas Ginas y Catalinas también…
Mientras camino por el Forestal de regreso a casa bajo la fría noche capitalina, no puedo evitar preguntarme cuál de los cuatro me parece más trágico en sus desventuras. Pero el ejercicio termina abruptamente al pensar en la alienación de Frank, no sin un dejo del mismo humor negro que barniza la obra: quizá la muerte, ante su miseria, después de todo, no sea (tan) mala idea.
Pero como dijo Williams (que también supo de demonios en “Un tranvía llamado deseo”): “Mata a mis demonios, y mis ángeles morirán también”.
Ficha de la obra
“Demonios” fue presentada anoche en una función exclusiva a más de un centenar de asistentes convocados por la Asociación Nacional de Magistrados, público que repletó la sala Sidarte (Ernesto Pinto Larraguibel # 131).
Nombre: Demonios Autor: Lars Norén (Suecia, 1944). Asistencia: 130 asociados/as e invitados/as. Organizadores: Comisión de Derechos Humanos y Género y Asociaciones Regionales de Magistrados de Santiago y San Miguel. Puesta en escena: Marcos Guzmán Elenco: Néstor Cantillana, María Gracia Omegna, Francisca Márquez, Guilherme Sepúlveda. Dirección de arte: Ángela Venegas. Asistencia de dirección: Lorena Ramírez.